FIRMA INVITADA: Eva Villegas, editora de Los Reporteros, de Canal Sur TV

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Eva Villegas, editor de Los Reporteros, de Canal Sur TV

    El nombre y el rostro de la trata    

En un día como hoy podemos hablar de cifras: La Oficina de Naciones Unidas contra el Delito y la Trata contabiliza desde hace veinte años a las víctimas de explotación sexual y laboral: su último informe habla de 450.000 víctimas, una estimación a la baja basada en las denuncias computadas.

Cuando se cumple el décimo aniversario de la designación del 30 de julio como el Dia Mundial contra la Trata podemos, también, hablar de compromisos: el que ratificaron los estados miembros de la Asamblea General de Naciones Unidas para “concienciar sobre la situación de las víctimas y proteger sus derechos”. Y además, podríamos hablar de negocio: la trata supone uno de los mercados ilícitos más lucrativos, tras los ciberdelitos, las drogas o las armas:  los últimos cálculos hablan de que las ganancias de los tratantes de seres humanos ascenderían a 32.000 millones anuales.  Imposible saber el montante real.

Pero las cifras, los compromisos y el volumen de negocio que año tras año se actualizan y repiten en foros al más alto nivel no consiguen salvar de la explotación a mujeres, hombres y niños que se convierten para nosotros en meros datos fáciles de olvidar. Les borramos el nombre y el rostro.

¿Y por qué? Desde hace treinta años me dedico al periodismo social. Los profesionales nos guiamos por códigos éticos y narrativos que buscan proteger la integridad de aquellos que con enorme generosidad nos cuentan sus odiseas personales. Cuando comencé mi carrera me movía el convencimiento de que denunciar las situaciones injustas y deshumanizadas podría mejorar nuestro mundo. Sólo tenía que intentar que cada relato llevara una parte de mí misma. Para que mi voz fuera la voz de los silenciados y mi rostro, el de los invisibles. Porque yo sí podía dar la cara y firmar el reportaje por ellos: yo no estaba amenazada de muerte por mi traficante, ni mi familia sufriría en su país las horribles consecuencias ni tampoco pagaría deudas desorbitadas. Yo era libre.

Las leyes y los códigos éticos cambian el nombre y desdibujan el rostro a las víctimas de trata que son, mayoritariamente, mujeres y niñas. De alguna manera las vuelven doblemente invisibles, con el argumento -lógico- de protegerlas, mientras les pedimos que denuncien a sus tratantes como condición para conseguir un permiso de residencia o protección policial. Denuncias que a pesar de ser necesarias ponen también en riesgo sus vidas.  

Dos décadas después de que se empezase a contabilizar el tráfico ilegal de personas en el mundo la trata no ha desparecido: ha cambiado la fórmula de captación, a través de las nuevas tecnologías. Se ha vuelto incluso más compleja su detección. Pero el problema permanece. Por eso, en este Día Mundial Contra la Trata quiero redibujar los rostros de las víctimas a quienes conocí y recordar sus nombres. Para que dejen de ser tan sólo datos que olvidamos. Todos nacieron en lugares en conflicto, empobrecidos, a veces desde gobiernos o intereses ajenos. Algunos sufren abusos incluso de sus familias, parejas o amigos, que les vendieron o engañaron. Cuando consigues que por un instante olviden el miedo y la angustia que les provoca repetir su pesadilla ante una cámara o un micrófono, ocurre el milagro: Te regalan un pedazo de su vida, quizá con la difusa esperanza de que alguien repare el daño o evite que otros lo repitan.

Durante mi trabajo como reportera, pude asistir al parto de una mujer africana en el Hospital de Algeciras: si sobrevivía en la travesía por el Estrecho y daba a luz en España, me contó que su bebé sin padre ya no tendría que escapar porque tendría la nacionalidad española. Grabé de madrugada en el puerto de Barbate a Mohamed, con la voz rota. Acababa de tirar a su compañero muerto al mar para que su patera no se hundiera, pero consiguió un móvil para llamar a su madre y decirle que él sí lo había conseguido. Minutos después se tramitaba su regreso a Marruecos.

Fui el rostro en contraplano de una mujer que escapó de un prostíbulo arriesgando la vida porque le habían robado el pasaporte y la juventud: nunca supe cómo se llamaba. Rocé la mano herida del adolescente que se coló por la frontera de Ceuta huyendo de la policía marroquí, después de una travesía por el desierto plagada de hambre y maltrato. Y busqué en una playa de Tarifa el lugar donde el cuerpo sin vida del pequeño Samuel, de sólo seis años, llegó arrastrado por el mar tras naufragar su patera. A casi todos les cambié el nombre, algunos no llegaron a decírmelo. El de otros lo inventé para que su relato fuera único. No tuve que inventarles nunca la dignidad. Esa no consiguieron arrebatársela los traficantes.

Quiero pedirles perdón a las víctimas con quiénes me crucé por haber olvidado sus nombres, aunque su valentía no se me borra de la conciencia. Mi arma, la palabra, es la única que tengo para luchar en esta guerra de papel que denuncia esta esclavitud del siglo XXI. Una guerra olvidada, que se libra en la otra orilla, en ese mundo invisible de quienes no tienen nombre ni rostro. De quienes son tan sólo un número. Yo seguiré contando que existen. Y que tienen rostros y nombres. A veces muy hermosos.

| Eva Villegas, editora de Los Reporteros Canal Sur TV

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