Dos veranos bien distintos

La experiencia viajera de Amparo Cruz por el mundo contrarresta con las vivencias radicales de Alberto Molinos por el interior de la tierra
El verano es sinónimo de viajes. No hay vacaciones sin una escapadita de por medio buscando la desconexión con la rutina del resto del año. Unos, los más, se conforman con el sol y playa; otros buscan fuera lo que no encuentran dentro; y los menos, los más aventureros, se arriesgan con experiencias que ponen a prueba sus propias posibilidades. Pero nada limita ni detiene a las personas ciegas a la hora de afrontar su verano como quieran de acuerdo con sus gustos y preferencias. Amparo y Alberto, los dos ciegos totales, los dos jubilados, son dos ejemplos bien diferentes de cómo disfrutar un verano.
Esto podría ser un relato de verano, pero no lo es. Con media España inmersa en sus vacaciones, en pleno de mes de agosto, abordamos dos enfoques bien distintos de lo que pudieran ser unas vacaciones “de verano”, que tampoco lo son. Los dos protagonistas tienen en común que son ciegos y están jubilados, pero poco más. A Amparo Cruz le gusta viajar cuanto más lejos mejor y, lejos de coger un avión, a Alberto Molinos le apasiona el contacto más radical con la naturaleza. Y hasta ahí, el relato común porque lo demás son dos capítulos aparte.
Amparo Cruz: “Los viajes no son solo ver”
Amparo Cruz siempre le decía a su padre que cuando tuviera 18 años le tendría que enseñar a conducir. Era su pasión de joven, conducir como habían aprendido sus hermanos de su padre por debajo de la edad reglamentaria. Pero una retinosis pigmentaria torció esa ilusión a partir de los 20 años y a los 40 ya se quedó ciega.
Los primeros viajes que recuerda de su juventud son los de su Vigo natal a Sevilla para ver a su abuela y escapadas por los pueblos de Huelva y Cádiz y, como mucho, las visitas al Portugal vecino desde Galicia. Poco más. Su primer gran destino, ya con 25 años, fue Túnez y surgió como suelen surgir estas primeras veces, por iniciativa de otra amiga. “De entrada no me atraía mucho, pero resultó un viaje impresionante, me encantó”, recuerda ahora.
Desde ese primer Túnez hasta este verano, con 60 años ya recién cumplidos, Amparo habrá visitado unos 30 países, culturas, ambientes y olores diferentes, comidas distintas, experiencias diversas. “Evidentemente cuando voy a un viaje al extranjero o en España no busco monumentos porque no los voy a ver -explica. Yo no voy a un museo de cuadros, de arquitectura o escultura porque es difícil que te dejen tocar. Entonces lo que busco son experiencias”.
"Viajando una se da cuenta que el mundo no está preparado para las personas ciegas", dice Amparo Cruz
Amparo no es de preparar mucho los viajes. Le gusta más las sorpresas así que panifica poco. “Me dejo llevar y me dejo sorprender”, afirma. “Lo que no me gusta nada es hacer la maleta, eso lo llevo fatal, siempre es algo que dejo para última hora porque nunca me apetece hacer la maleta”, confiesa.
Cruz, que ha ocupado cargos de máxima responsabilidad en el ámbito educativo en la ONCE tanto en Sevilla como en Madrid, reconoce que de los viajes se aprende mucho. “Sobre todo se aprende a saber que estás en un país en el que vives muy bien -en relación con los que he visitado-. Y que la gente es muy diferente, que los modos de vida no son ni peores ni mejores, y que tú no te creas que lo que hay en España es lo mejor ni lo único que el mundo es muy grande. ¡Y me queda mucho por conocer y descubrir!”, se ríe.
Uno de sus últimos destinos, este mismo año, ha sido Argentina. Descubrir la belleza de algo único, tan espectacular y visual como es el glaciar del Perito Moreno, al sur del sur de América Latina, resulta también una experiencia muy enriquecedora para una persona ciega, según cuenta Amparo Cruz. “Sientes esa inmensidad del bloque de hielo enfrente de ti. Oyes caer los trozos de hielo al gua, ese vacío, el aire es distinta, el ambiente es distinto. Entonces todo se percibe de otra manera. Yo siempre digo que la vista, que es muy importante, anula otra serie de sensaciones porque como lo ves no te fijas en los sonidos, en los olores, en el tacto que percibes, a través de las sensaciones que te llegan. Los viajes no son solo ver”, concluye.
Para ella, desde luego, la ceguera no es una limitación para la vida. “Me limita en el sentido de que no puedo hacer algo que sí me gustaría, que es viajar sola, no me atrevo a hacerlo. He cogido aviones sola, he llegado a un punto, pero siempre hay sitios donde me espera gente o sé que me voy a encontrar con gente. Pero sí echo de menos viajar sola, eso me limita, aunque tampoco le encuentro la gracia a viajar sola”, reconoce.
Ser muy flexible y saber adaptarse
De todos sus viajes, Amparo cita en primer lugar el de Tanzania. “No fue exactamente turismo, estuve en un hogar de niños acogidos unos 20 días. Eso sí que es diferente, adentrarse en un mundo totalmente diferente y te impacta”, sostiene Cruz. Y no descataloga a ninguno de todos los que ha hecho hasta ahora. “No me ha decepcionado ninguno”, asegura. En mente tiene ya Egipto como próximo destino.
Y para el álbum de sus recuerdos queda el día que visitó el Museo Arqueológico de Atenas plagado de carteles de ‘No tocar’. Allí la directora del centro, al advertir la presencia de una persona ciega, le puso unos guantes de algodón para que pudiera preciar al detalle el valor de las obras expuestas. Por contra, en el Guggenheim de Bilbao, al acercarse a tocar una viga de hierro colgada en la pared le echaron para atrás para que no tocara el trozo oxidado expuesto ahí. “Los artistas que les gusta el arte dirán que por mi parte es una aberración, pero no lo acabas de entender”, dice.
Cruz asegura que a los viajes hay que ir con la mente abierta y dispuesta a saber adaptarse a los cambios que surjan
Amparo Cruz suele viajar sin su perro guía Omet para evitar someterlo a un estrés y reconoce que se nota mucho la ausencia de una ONCE en los países que visita. “Es que ves muy pocos ciegos, es lo primero que te llama la atención, que ves muy pocos ciegos por la calle y perros guía los menos. Una vez me encontré en Suecia a unos chicos con sus perros guía, pero en general no los ves. Me parece que una vez ví alguna persona con un bastón, pero en general no lo ves”. “Viajando uno se da cuenta que el mundo no está preparado para las personas ciegas -reflexiona a modo de conclusión-. O no cuentan con los recursos suficientes, o no tienen costumbre de salir, o no tienen una Organización tan importante como la nuestra, como la ONCE, que te da mucho respaldo y te visibiliza. Te das cuenta de que muchos países están mucho más atrás que nosotros”.
En verano-verano, Amparo es más de sol y playa, sombrilla en las aguas de la costa onubense y relax para seguir planificando viajes de largo recorrido. A su juicio, las claves para disfrutar de un viaje pasan por ser muy flexible y saber adaptarse a lo que vaya viniendo. Esa es su fórmula. “Tú no puedes ser una persona que tenga todo superplanificado, que sabes lo que va a pasar en el minuto siguiente porque no lo sabes, porque hay muchos imprevistos”, advierte. “Y luego no puedes pensar que todos los hoteles son iguales, que los transportes o las comidas son iguales. Si tienes que comer con las manos, pues te tienes que adaptar a lo que hay”, añade.
Alberto Molinos: "La montaña es una desconexión"
La discapacidad visual de Alberto Molinos es de nacimiento. A los 27 años aprendió a usar el bastón y a los 33 se quedó ciego total. Pero nada mermó su actitud ante la vida. Al contrario, incluso le vino bien en algún aspecto importante para él. “Sí hay cambios, evidentemente, pierdes cosas, pero curiosamente gané alguna que otra, que es una ventaja; perdí el vértigo. Yo tenía muchísimo vértigo cuando era deficiente visual, pero una barbaridad -explica en tono serio y contundente-. A mí me daba miedo pasar por el típico puente por encima de una carretera, lo pasaba fatal, y ahora en cambio lo he perdido y en la montaña no tengo problema en ir por sitios altos o dentro de una cueva o descender un pozo de 60 metros, sin problemas, sin vértigo”.
Ese es Alberto, un tipo duro de carácter que disfruta del contacto con la naturaleza al nivel más extremo posible, un apasionado del riesgo controlado. Siempre ha sido un autodidacta, estudió por su cuenta Programación antes de ser vendedor de la ONCE, primero en Barcelona, su ciudad natal, y luego en Sevilla, desde 1987 hasta que se jubiló en 2017. Empezó a correr en la montaña como una actividad más programada por la ONCE en 2007 y descubrió todo un mundo por explorar. Senderismos, entrenamientos, carreras por montaña y por asfalto, algún que otro problema con la rodilla que le hizo apartarse temporalmente de su meta, trabajo con la barra direccional para el guiado, adaptación a los distintos tipos de terrenos, rutas cada vez más difíciles, y todo un torrente de experiencias que le han hecho crecer y fortalecerse aún más como persona.
Alberto Molinos asegura que le gusta el riesgo pero "controlado"
“Aporta mucho en el sentido de que siempre vas con gente, con lo cual tienes trato con la gente -comenta-. Es una actividad social, disfrutas de la naturaleza. La montaña no tiene nada que ver con estar aquí en una ciudad, es un ambiente totalmente distinto y bueno, aunque te pierdes los paisajes visualmente, pero los ganas de otra manera. Disfrutas del terreno -añade-. De hecho, a mí me gusta más el terreno complicado que el fácil, porque lo siento más, aparte de que puedas disfrutar de los sonidos y los olores y tal. Yo que sé es un relax, es un reto, sobre todo cuando la montaña es complicada. Hacer una ruta difícil es un reto y una satisfacción y disfrutar del compañerismo, porque sin los guías es imposible. Entonces siempre vas en grupo y siempre estás disfrutando del grupo”.
Alberto no ve más que beneficios en esta forma de disfrutar del ocio. “Te ayuda a ser más autosuficiente, porque, aunque vayas guiado, tú tienes que organizarte -explica-. Desde organizarte una mochila hasta si vas a un albergue, tú tienes que tú estás ahí en las mismas condiciones que los demás. Entonces es una manera de organizarte y después en la parte física te da muchísima habilidad y soltura para para moverte, te da agilidad. Esa es la parte física y luego está la parte más mental. Te olvidas a lo mejor de los problemas, porque tú estás concentrado en la montaña y tienes que estar pendiente de dónde pones los pies para no caerte”.
“Los que ven también se enredan”
Aunque el senderismo -reconoce-, no es la actividad más recomendable para el verano. “Cualquier otra época del año es mejor”, advierte. Para estos meses de calor intenso y vacaciones Alberto se decanta más por otra de sus grandes pasiones, la espeleología, la exploración de cuevas y cavernas en el interior de la tierra, una actividad muy adecuada para huir del calor ya que, haga lo que haga fuera, dentro hay que abrigarse y protegerse.
A la espeleología llegó de una voluntaria de la ONCE que formaba parte del grupo de espeleólogos ‘Socorro sin Fronteras’, que son profesionales que acuden en ayuda de los espeólogos que se quedan atrapados, y que impulsaron una iniciativa para hacer más accesible esta actividad. Contactaron con la ONCE por si hubiera personas interesadas y ahí estaba Alberto dispuesto a participar en un simulacro de accidente que fue el detonante para una nueva afición. “Esta gente son un auténtico espectáculo, verlos como se mueven dentro de una cueva por las cuerdas es algo increíble”, reconoce. Y así empezó todo. Luego vino la pandemia que lo estropeó todo y dos años después volvieron a invitarle a participar con otro afiliado a la ONCE entrar en una cueva guiados y asegurados en la Cueva de las Motillas de Cádiz para realizar unas prácticas de simulacros de rescate. “Aquella experiencia me alucinó, me encantó, y les dije que quería seguir”, comenta. Y desde entonces, de entrenamiento en entrenamiento, moviéndose entre cuerdas, mosquetones y anclajes, y de cueva en cueva, entre paredes y suelos, Alberto va probando nuevas experiencias poniéndose a prueba en cada una de ellas y con el listón un poquito más alto cada vez.
En alguna ocasión ha llegado a descender hasta 100 metros hacia el interior de la tierra. Y no son pozos, sino galerías estrechas que el tiempo crea. O cavernas enormes en las que cabría una catedral. “A mí las cuevas que más me gustan los las estrechas, cuevas que tú estás prácticamente tocando la pared siempre con lo cual tienes roca por todos los sitios”, explica encantado. “Quizá sea un punto de locura, si”, acaba admitiendo.
Alberto defiende que la espeología es una actividad recomendable para las personas ciegas que no tengan vértigo ni claustrofobia
Para llegar a ese nivel se requiere técnica y conocer todo el aparataje, pero Alberto no cree que esta sea una actividad no recomendable para las personas ciegas. “No, no, no lo reconozco -afirma-. Es una actividad muy buena para cualquier persona que no tenga claustrofobia y no tenga vértigo. Si no tienes claustrofobia ni vértigo necesitas entrenar, conocer las técnicas y la gente con la que ir. Eso probablemente sea lo más difícil, encontrar gente que esté dispuesta a ayudarte y apoyarte, a entrenar contigo y a estar contigo en la cueva, pero aquí la ceguera ni resta ni suma. Resta un poco en la medida en que cuando tú llegas a un punto de anclaje ahí hay un lío de cuerdas y anclajes, pero en el entrenamiento aprendes a no enredarte con las cuerdas y la gente que ve también se enreda, eso no es exclusivo de un ciego. Ellos también se enredan, lo que pasa es que tienen la ventaja de que lo ven desde lejos y yo lo veo cuando lo toco, entonces es un poco más lento, pero enredarse también se enredan. Totalmente”, aclara.
Alberto es un apasionado del riesgo. “Del riesgo controlado”, matiza. “A mí me gusta el riesgo que depende mucho de uno mismo y muy poco del azar”. Y lo argumenta. “Bajar a un pozo de 30 metros por una cuerda implica el riesgo de que se rompa la cuerda o te falle un aparato, pero es un riesgo muy bajo y si manejas bien el aparato, no falla. En cambio, andar por una cornisa de 40 centímetros de ancho sobre un precipicio es un riesgo no controlado porque ante una caída por cualquier motivo lo más fácil es irse a precipicio en vez de quedarte en la cornisa”.
A su juicio, la bajada a las cuevas es una actividad muy recomendable en verano para huir del sofoco de los más de 40 grados que soportan muchas sierras andaluzas. “Dentro, la temperatura siempre es la misma, aunque esté haciendo 45 grados fuera”, dice. A Alberto el modelo vacacional de sol y playa le aburre mucho. “Más de una hora eso es la muerte a pellizcos”, asegura. Tampoco le gusta la masificación. “Conocer Roma, París o Suiza te lo cambio por los Alpes, los Pirineos o los Picos de Europa”, bromea. Él las vacaciones las dedica más a descansar físicamente porque la montaña forma parte de su día a día a lo largo del resto del año.
Dos buenas recomendaciones
Alberto y Amparo, que se conocieron en un curso para personas desempleadas con discapacidad hace ya más de 20 años, comparten un mismo afán por descubrir lo desconocido y una mente abierta a disfrutar de la vida, la naturaleza y el mundo en el que habitamos.
Amparo desde luego recomienda a las personas ciegas o con discapacidad visual grave que pierdan su temor a salir y que se atrevan con un gran viaje. “Que lo hagan -dice-. Hay compañeros ciegos con los que he hablado y me dicen que yo para qué voy a viajar si yo no veo. Pues es que la vida, el mundo, es mucho más que lo que percibes por los ojos, son muchas más cosas. Entonces te estás perdiendo mucho; conocer gente, lugares, saber que el mundo es muy diferente. Además, creo que es muy enriquecedor y te ayuda a salir de tu zona de confort, que también es muy necesario. Y a mí además me da sensación de libertad”, concluye pensando ya en que a China se apuntará a la primera oportunidad que surja.
“En todos los clubes en los que he estado siempre me dicen la misma tontería, que me gusta el riesgo porque como veo el peligro, pues voy a cualquier sitio”, ironiza Alberto Molinos. “Pero lo recomiendo, la montaña para mi es fundamental, es una desconexión, te olvidas de muchas situaciones que no son la montaña”, concluye.
| LUIS GRESA