FIRMA INVITADA: José María Montero, periodista ambiental

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El cambio que todo lo cambia

Una civilización que es capaz de modificar el clima de todo un planeta, del planeta que habita, es una civilización ciertamente peligrosa, sobre todo para sí misma. El cambio climático y sus derivadas es, quizá, el problema ambiental que más inquieta a los científicos, uno de los pocos que ha servido para tejer tímidos acuerdos internacionales que buscan un nuevo modelo de gobernanza global y, sin duda, el que los ciudadanos identifican con más facilidad, al menos en los países del primer mundo, aunque ese conocimiento no se corresponda con acciones políticas y ciudadanas decididas y urgentes (tan urgentes como las que requiere una amenaza de estas características).

La explicación de este fenómeno, al que hemos terminado por atribuir todas las anomalías meteorológicas que nos incomodan o nos causan daño (lo cual no es muy riguroso pero sí que da idea de la inquietud que reina en torno al problema) podemos simplificarla con un símil asequible a todos los públicos. En el interior de un invernadero la temperatura registra unos valores más altos que en el exterior sin necesidad de recurrir a ningún sistema artificial de calefacción. Los plásticos que cubren este tipo de cultivos son los que consiguen que penetre mucha energía (procedente del sol) y escape muy poca. Ese es el mismo mecanismo que, de forma natural, opera en nuestro planeta, donde la peculiar combinación de gases que conforman la atmósfera actúa como el plástico de un invernadero. Así, la temperatura media de la Tierra se acerca a los 15 grados, haciendo posible la vida, mientras que si no existiera ese tipo de atmósfera difícilmente este valor superaría los 18 grados... bajo cero, un escenario bastante más hostil.

Admitiendo que el clima de nuestro planeta ha sufrido múltiples variaciones a lo largo de nuestra dilata historia (medida en términos geológicos, es decir, en cientos de miles o millones de años), lo que hoy denominamos cambio climático se origina por una perturbación, de origen artificial, en ese efecto invernadero natural. Cuando el hombre comenzó a utilizar combustibles fósiles a gran escala, es decir, en los albores de la Revolución Industrial, las emisiones de gases contaminantes procedentes de la combustión (sobre todo el dióxido de carbono, CO2) se incrementaron hasta alcanzar valores descomunales en muy poco tiempo. La atmósfera acusó el golpe y, poco a poco, fueron modificándose las proporciones de esa delicada receta química que hace posible la vida.

¿Usamos una metáfora? El aire que respiraba un tribuno en Itálica no tiene la misma composición química que el aire que hoy respira un vecino de Santiponce, el municipio sevillano en donde se encuentran las ruinas de aquella urbe romana. Una composición química que apenas experimentó cambios durante miles de años ha sufrido una llamativa alteración en menos de tres siglos, un plazo de tiempo brevísimo, apenas un suspiro en esa escala temporal que acostumbra a usar la naturaleza. En 1750, poco antes de que James Watt patentara su máquina de vapor, la concentración de dióxido de carbono en la atmósfera terrestre rondaba las 280 ppmv (partes por millón en volumen), una cifra no muy distinta a la que respiraba nuestro tribuno romano. Doscientos años después (1973) la cantidad de CO2  alcanzaba las 320 ppmv, un incremento apreciable aunque a simple vista no resulte alarmante. Pero lo que ha ocurrido después da idea del volumen de contaminantes que se ha arrojado a la atmósfera en muy pocos años. En 2006 la concentración de dióxido de carbono se cifraba en 381 ppmv, dos años después se anotaban 387 ppmv y en 2016 se rebasaban las 405 ppmv (en abril de este año ya se ha medido una concentración de 410 ppmv). De acuerdo, hablar de partes por millón es hablar de cantidades insignificantes. ¿Insignificantes? No lo deben ser tanto cuando el IPCC (Panel Intergubernamental sobre Cambio Climático, el grupo científico de referencia auspiciado por la ONU) ha advertido que superar una concentración de 400 ppmv supone adentrarse en “territorio desconocido”, porque para buscar una situación similar “hay que remontarse, muy posiblemente, veinte millones de años atrás".

Puede que las cifras del cóctel químico que ya estamos respirando parezcan intrascendentes pero si no se frena esta progresión la temperatura media del planeta se incrementará, a lo largo de este siglo, por encima de dos grados, y ese sí que es un escenario no sólo desconocido sino muy peligroso. Y Andalucía, por su situación geográfica, es una región particularmente vulnerable al cambio climático. Además de las alteraciones que sufrirán todos los ecosistemas, y en particular aquellos más frágiles como las zonas húmedas o la alta montaña mediterránea, inquieta, sobre todo, el impacto económico de esta perturbación, ya que, por ejemplo, los fenómenos meteorológicos extremos (sequías, olas de calor, lluvias torrenciales), que pueden hacerse más frecuentes, afectarían a una de nuestras principales industrias: el turismo estival, lo ha dicho la propia Comisión Europea, buscará otros destinos, abandonando las costas mediterráneas, y el coste de esta migración puede ser más que notable.

La agricultura también tendrá que asumir este nuevo escenario. Al acortarse el periodo de crecimiento de los cultivos, aseguran las autoridades de Bruselas, la productividad agrícola puede llegar a descender más de un 20 %. De nuevo tendremos que enfrentarnos a una reconversión agraria, y no es difícil imaginar el impacto, social y económico, de un ajuste de tal calibre. Para ambos sectores, turístico y agrícola, el agua, que ya hoy es un elemento estratégico sometido a todo tipo de tensiones por su desigual reparto y demanda desmedida, se convertirá en un recurso todavía más disputado.

Incluso el gasto sanitario podría multiplicarse a cuenta del aumento de ciertas dolencias (incremento de la mortalidad debida a las olas de calor), la aparición de nuevas enfermedades impropias de estas latitudes (como el virus del Nilo) o el regreso de aquellas que creíamos erradicadas (el caso de la malaria). A este balance económico pueden incorporarse otros muchos capítulos, algunos tan obvios como los daños de todo tipo derivados de una mayor frecuencia de temporales, inundaciones y sequías, algo que ya han incluido en sus cálculos de riesgo las compañías aseguradoras (excelentes termómetros para medir el verdadero alcance de estas previsiones).

El último intento colectivo para frenar el cambio climático fue la Cumbre de París (2015) y el último obstáculo ha sido la irresponsable pero calculada decisión de Donald Trump de abandonar el tímido y delicadísimo compromiso  internacional que se tejió en la capital francesa. Atacar el Acuerdo de París es atacar la esperanza, debilitar los esfuerzos colectivos en busca de un mundo mejor y más justo, así es que no resulta exagerado, ni es un falso consuelo, celebrar que países decisivos en este complicado debate (como China, Alemania o Francia) hayan reafirmado sus compromisos en favor de una batería de medidas con las que, quizá, consigamos no rebasar esos dos grados en la temperatura media del planeta.

¿Estamos a tiempo de curar al enfermo? La mayoría de los especialistas aún conservan una mínima dosis de optimismo. Tenemos la capacidad de frenar esta crisis ambiental porque conocemos el origen del problema y, en gran medida, disponemos de las herramientas adecuadas para resolver los diferentes frentes en los que se manifiesta, por ejemplo apostando, de manera mucho más decidida, por las energías renovables. Lo que falla es la voluntad, el verdadero convencimiento, político y ciudadano, de que hay que actuar y hacerlo sin más dilaciones y a todas las escalas, desde la doméstica hasta la planetaria.

El cambio climático lo cambia todo, incluso la composición de un debate que no hace muchos años estaría reservado al círculo endogámico de los especialistas, y al que hoy es imprescindible sumar al conjunto de la sociedad y, sobre todo, a los líderes de opinión, aquellos capaces de trasladar a los ciudadanos la trascendencia del problema, la urgencia de las soluciones y el papel que todos podemos desempeñar en ellas. Iniciativas como la de la ONCE, incorporando estas inquietudes en campañas y soportes que llegan a millones de personas, son un buen ejemplo de esa acción global que se apoya en el conocimiento científico pero que va mucho más allá de ese territorio y se interna, por una cuestión de simple supervivencia, en todos los rincones de una sociedad plural.

Este esfuerzo de conocimiento, conciencia y acción hay que multiplicarlo sin olvidarnos de la solidaridad, de la búsqueda de un futuro mejor no sólo para los países desarrollados sino, sobre todo, para los países más pobres. Luchar contra el cambio climático es luchar, sobre todo, contra las desigualdades, porque al igual que ocurre con otros muchos problema de ámbito planetario quienes son más vulnerables a sus efectos, quienes están sufriendo ya las alteraciones de este cambio sin posibilidad de neutralizarlas ni tan siquiera de adaptarse a ellas son los más desfavorecidos, aquellos a los que sólo les cabe emigrar en busca de un futuro mejor, convirtiéndose en lo que la propia ONU ya denomina refugiados ambientales. 

El cambio climático lo cambia todo y quizá podamos aprovecharlo para que ese  cambio sea a mejor, para que las transformaciones a las que nos obliga este problema hagan que nuestro planeta sea un lugar más justo no sólo en términos ambientales, sino también económicos, políticos y sociales. Resulta tópico decirlo pero es cierto que en este caso el peligro puede convertirse en oportunidad.

José María Montero es periodista ambiental

Director de los programas 'Espacio Protegido' y 'Tierra y Mar' en Canal Sur Televisión

 

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