FIRMA INVITADA: José Barrientos, profesor de Filosofía de la Universidad de Sevilla

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Firma Invitada de José Barrientos, profesor de Filosofía de la Universidad de Sevilla

    El mundo puede cambiar, pero no va a cambiar solo

Antes de que la orquesta (o la comparsa) empiece su función, hay que afinar los instrumentos. Situarse en la clave musical adecuada es requisito para que la sinfonía (o el cuplé) se defienda con destreza y gracia armónica o para que estremezca nuestras almas. Aunque esto constituye una verdad de Perogrullo para cualquier melómano (o para quien espera en el Gran Teatro Falla), no es tan común saber que, antes de templar la guitarra, hay que adquirir la resonancia oportuna en el interior. Conseguir un La menor depende de que esta nota musical, previamente, habite la entraña del virtuoso.

El entrenamiento musical debe ser constante: los dedos se atrofian después de meses sin puntear. Análogamente, la vida del maestro (musical y sapiencial) exige una constante ejercitación de afinación existencial. Aunque la vida no cuenta con cuerdas, cejillas o arcos de violín, enfrentan dilemas y problemas que deben ser afrontados desde la duda, la inquietud y la incertidumbre de errar. Esos son los que ayudan a templar el camino de cada persona.

Algunos sujetos recorren estas dificultades con mordaz engreimiento y profunda sordera dogmática o con fraudulenta (y, por ello, pomposa) reticencia… o, aun peor, como una gaviota sanguinaria que destripa a una desarmada paloma. Frente a ello, sólo afina su existencia quien, golpeado, pero no rendido, acepta transformar su altanería en silenciosa, periférica y profunda humildad. Tenía razón el filósofo que aseveraba: “Tú no dices que le haya ido mal al gallo que vence lleno de heridas, sino al que resulta vencido sin un golpe, ni consideras satisfecho al perro que ni sigue el rastro ni se esfuerza, sino cuando lo ves sudado, derrengado, reventado de la carrera”[1].

Hay que sintonizar el dial como hacíamos con las viejas radios: hemos de mover la ruedecilla arriba y abajo, experimentar y errar para, finalmente, conseguir el sonido depurado. Hay que partir a alta mar, enfrentar al monstruo, contemplar heridas que hacen presagiar la muerte para, al final de la jornada, regresar con cicatrices, limitaciones y, entonces, afinados y no finiquitados, volver con un rostro propio ganado en la batalla.

Como la mayoría de nuestras ciudades no poseen mares ni nuestras cuentas ceros suficientes para comprar un barquito, podemos enfrentarnos al monstruo que nos hace crecer acercándonos al diferente, al expulsado o al defenestrado. La imposición heteronormativa de las escuelas, de los medios de comunicación y hasta de quienes, con tanta buena voluntad como escasa criticidad, nos precedieron expulsa, degrada y vilipendia al diferente, a las mujeres, los homosexuales, las infancias, los indígenas, las personas privadas de libertad (dentro y fuera de prisión) o aquellos que exhiben otros colores y densidades de piel. Al final, nosotros conjuramos cualquier amnistía de quien desentona con lo establecido, nos convertimos en desafinados colaboradores del sistema. Manifestamos esta cruel condición en nuestros miedos hacia los menores no acompañados del África subsahariana, en nuestra reticencia a contratar a personas latinoamericanas que, pensamos, podrían robarnos e incluso en la reticencia a que nuestros hijos inicien una relación con quien estuvo en prisión.

No, no promovemos un alegato a favor de estos “desgraciados” desde la cátedra paternalista de la conmiseración hacia quien nada tiene que ofrecer. Por el contrario, estas líneas pretenden hacer consciente de la pérdida inusitada que conlleva perder de vista al senegalés que vende pañuelos bajo la DANA de turno, del perjuicio que recibe quien, usando los propios aprendizajes, manipula y regatea al indígena que vende sus obras de arte en el mercadillo o de quien apurado lanza un “pobrecitos” detrás del último anuncio de Amnistía internacional para seguir dando cuenta de sus cuitas hipotecarias, sus planes de pensiones y fondos de inversión… no vaya a ser que mañana el gobierno extinga las pensiones. El abandono del otro no sólo menoscaba el peso existencial de la persona, sino que la convierte en verdugos y, también, en víctimas de su propia condición distraída por el sufrimiento ajeno. Axel Honneth nos recordaba que el acto de menosprecio funciona como un boomerang: mientras más fuerza se emplea al lanzarlo, con más fiereza nos golpea.

Afinar el instrumento existencial implica conjurar la necrosis que nos consume, esta tanatofilia, o amor a la muerte. Esta se manifiesta en aquellos que dedican sus narcisistas quehaceres a su egolatría ombliguista u onfálica y que, de tanto evitar obligarse, se han quedado ciegos. Quien busca soledad, la acaba encontrando.

En consecuencia, se equivoca quien indica que los Derechos Humanos constituyen un instrumento para salvar al otro. Fundamentalmente, conforman un salvavidas para auxiliar la propia existencia, pues no hay salvación que no sea comunitaria. El otro, el diferente, nos saca de nuestros errores. La nota des-concertante nos extrae del engaño de creernos en el trono (tan absolutista como solitario y condenado) de la verdad. El expatriado, el apaleado, el reprobado nos cuestiona, cimbrea nuestros fundamentos y crea una incomodidad que, si es aceptada como parte de lo que somos (yo soy yo y mis circunstancias, señalaba el filósofo, y si nos las salvo no puedo salvarme a mí mismo), hace que crezcamos. Los Derechos Humanos, como un coro de carnaval gaditano “de categoría”, animan a integrar en nuestras vidas tenores, segundas y bajos, bandurrias, guitarras y laúdes. Los Derechos Humanos nos avisan de que el mundo puede cambiar, pero no lo va a hacer solo: no hay sinfonía interpretable con un violín eremita, ni jardín compuesto por una exclusiva y anacoreta rosa.

En suma, hay que afinar la vida con el diferente, hay que aprender a recuperar la periferia y al menospreciado física y existencialmente. Sin duda, tenía razón la filósofa nacida en de esa tierra que temblaba en los últimos días con la DANA cuando aseguraba que la razón no está para que uno la tenga sino para que entre todos la sostengamos. Pues eso.     

José Barrientos

Director de BOECIO |  Profesor Titular de la Universidad de Sevilla

 

[1] Epicteto: Disertaciones por Arriano, p. 389.

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