EN PRIMERA PERSONA: José Jerez, vendedor, un ángel de la guardia para una familia ucraniana

Secciones: Entrevistas
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“Soy una ramita de la ONCE”

José no da la talla de superhéroe. No, al menos, en el imaginario de quien se concibe un personaje alto, de cuerpo robusto y capa dispuesta a salvar el bien del mal. Su silueta, más bien menuda, en apariencia frágil, y un rostro moreno castigado por el Levante que suele pegar con fuerza en San Fernando, anticipa en cambio a un persona rápida en acción, con cara de bonachón, y una bondad infinita que le convierten, sin pretenderlo, en una figura fuera de serie. José Francisco Jerez (Málaga, 1974), vendedor de la ONCE desde un año antes de que estallase la pandemia, es padre de seis hijos, y desde el pasado mes de marzo, padre adoptivo de otros tres ucranianos. Nunca vio ‘Con ocho basta’, la familia más feliz de las series televisivas de los 70, pero la suya ha pasado de 8 a 12 de golpe, al dictado del corazón, el de él y el de su mujer y, sin querer, se han convertido en dos auténticos superhéroes, aunque no lo quieran reconocer.

José estuvo trabajando de camarero durante años hasta que conoció a su mujer Rocío, que le cambió el rumbo de su trayectoria laboral. Entró entonces en una empresa de Astilleros y luego en otra de construcción, pero una pancreatitis crónica torció de nuevo su destino. De Málaga a Córdoba y de allí a San Fernando, de donde es su mujer, su otra mitad, y donde vive desde 2003. La discapacidad oficial le condujo al mundo ONCE, a la venta de los productos de juego social de la ONCE. Son muchas horas de pie, reconoce, pero le gusta charlar con la gente. “Tengo muchas personas mayores que me cuentan qué han hecho por la mañana y qué han hecho a media tarde, para ellos es un consuelo, que alguien los escuche es grande”, explica orgulloso.

Como todos los españoles, José y Rocío han ido viendo con una mezcla de incredulidad y desolación la cascada de noticias que ha ido generando la guerra de Putin contra Ucrania, la mayor tragedia humanitaria desencadenada en Europa tras la Segunda Guerra Mundial. Más de cinco millones de desplazados y más de 200 niños muertos suman ya esta “noble” guerra contra el país europeo en palabras del dictador ruso.

Acción-reacción. El matrimonio Jerez Serrano, padres de seis hijos que van de los 5 a los 16 años, contactaron con Afasode, la Asociación de Familias Solidarias para el Desarrollo, y al poco de comenzar la guerra, acudieron a una reunión para informarse sobre qué hacer para acoger a una familia ucraniana. Quizá fueron sus firmes convicciones cristianas las que les empujaron, o quizá simplemente, un impulso del corazón. “No sé por qué lo hemos hecho. Nos gusta ayudar”, dice con sencillez, con una desmedida humildad. “Decidimos que sí, porque pensábamos que era una buena labor”.

La reunión fue a última hora de un domingo, y el miércoles siguiente ya, después de comer, les comunicaron que el jueves llegaría su familia de acogida. Todo se precipitó a ritmo de vértigo. “No hemos tenido que convencer a nadie en casa”, reconoce. Sus hijos, Mario, Paloma, Lucía, Alma, José y Rocío reaccionaron encantados a la llegada de Anastasia, Kateryna y Slava, de 21, 16 y 9 años respectivamente, y su madre, Vika. Los ocho pasaban de golpe a doce sin tener que trastocar mucho el reparto de habitaciones en un piso de 190 metros cuadrados en plena calle Real de San Fernando. Unos y otros no se habían visto más que por una foto de WhatsApp.

“El corazón es el que habla”

José Jerez, vendedor de la ONCE en San Fernando, asegura que actúa al dictado de su corazón

Los suyos en cambio, amigos y familiares por igual, siguen pensando que se han vuelto locos. El ejercicio de su solidaridad resulta tan abrumador a los ojos de cualquiera, que cuesta creer la generosidad de algunos. “El corazón es el que habla, si lo haces pensándolo no lo vas a hacer, después empiezas a pensar y comienzan los peros y los “y si”. Pero nada, siempre adelante”, explica José. “Lo más difícil fue el miedo a lo inesperado de no saber quién viene -añade Rocío Serrano-. Duró una hora, y después todo fue muy fácil”. Los niños, “contentísimos”. De hecho, querían dormir mezclados, pero Vika y sus hijas prefirieron compartir el mismo dormitorio juntas.

¿En qué les ha cambiado la vida? “Es que, en verdad, la vida no nos ha cambiado mucho, prácticamente nada. Lo que estamos haciendo es apoyar a estas personas, ellas se han adaptado perfecto, nos cruzamos en el pasillo por la mañana y lo primero que hacemos es darnos un abrazo. Estamos prácticamente todo el día juntos”, responde José. “Trabajamos 50-50, no me ha supuesto trabajar para ellos, ni ellos para nosotros, son como dos casas juntas”, responde Rocío mientras vierte el sobre de puré de patata en la olla.

¿Quién aprende más de quién? “Yo creo que es un poquito de cada. Nosotros aprendemos de ellos, una familia que ha salido de su país corriendo, y la madre que es fuerte, tirando de tres niñas asustadas”. Tanto a José como a Rocío les sorprende sobre todo la fortaleza que está demostrando Vika en estos momentos tan difíciles de su vida. “Ella por las noches llora, pero de día, como si no estuvieran sufriendo”, explica Rocío.

En Kiev sigue su marido y el perro. Un vídeo desgarrador deja testimonio de cómo fue esa despedida en la frontera con Polonia. Durante el viaje, 4.252 kilómetros en tres días en autobús hasta San Fernando, Vika y sus tres hijas aprendieron 70 palabras en español, “aunque no saben hacer una frase con esas palabras, ha sido muy duro para ellas”, comenta José.

A él también le ha cambiado la vida en su punto de venta, no muy lejos de la casa natal de Camarón de la Isla. Un par de compañeros le llaman ya el ucraniano. “La gente se acerca, me dice que me ha visto en la tele, no es que quiera ponerme una corona, pero si esto sirve para que haya personas que puedan ayudar de cualquier manera, para algo más, adelante, las veces que hagan falta”.

José y Rocío, profesora de Primaria en el Colegio Casería de Ossio de la localidad gaditana, se levantan sobre las 06:30/07:00 horas. Él se encarga de los cafés y ella de ir despertando al resto. El pequeño Slava está escolarizado también en el colegio de los Jerez Serrano y Vika se encarga de llevarlos y recogerlos del centro. Desde que llegaron a San Fernando, el pasado 16 de marzo, apenas han salido, mayormente por culpa de la lluvia y el Levante. Los ucranianos vuelven y estudian dos horas español en un centro y ya en casa ayudan en la comida y en poner y quitar la mesa. Después vienen más horas de estudio del español y de juegos, de muchos juegos compartidos. “Nos llevamos estupendamente, no hemos tenido ningún problema”, aclara José, quien reconoce que la barrera más ha costado sortear ha sido el idioma. “Es lo más difícil sí, todo con superGoogle, ahora estamos cogiendo el móvil más que todas las cosas, estamos todo el día traduciendo”, dice.

Las niñas siguen online sus clases y los fines de semana el niño sigue dando clase con su profesora de Ucrania. A la de 16 años, la Consejería de Educación y Deporte de la Junta de Andalucía le ha puesto inconvenientes para escolarizarla porque les exige un papel de su país acreditando su curso y, dadas las circunstancias, resulta imposible contactar con la administración de Kiev para conseguir ese dichoso papel. “Están en eso”, admite resignado.

“Somos una familia feliz”

José posa sonriente con los nuevos componentes de su familia ucraniana

Mientras tanto consumen horas de Telediarios. “Ellas tienen una aplicación como el Diario de Cádiz, y al principio querían ver las noticias para ver si España cuenta la verdad que está pasando allí. Y sí, es verdad”, explica. La idea inicial, acordada con la ONG, es que se queden un año en casa, aunque dependerá de la evolución de la guerra. Con el padre, que es Campeón del Mundo de Halterofilia -ese sí que da el perfil de superhéroe-, mantienen contacto diario por vídeo a través del móvil. Vika se dedicaba en Kiev a los diagnósticos capilares y una de sus hijas ha sido dos veces seguidas campeona del mundo de gimnasia rítmica. Antes, en 2014, ya tuvieron que huir de otra guerra, en su ciudad, Lugensk. De allí huyeron hasta la capital ucraniana, a 837 kilómetros de su vida, donde han permanecido los últimos ocho años con un miedo constante en sus vidas.

“Ellas están contentas y nosotros también”, resume gráficamente José. “Yo no me considero una personalidad fuerte, tengo sentimientos, pero no soy fuerte. Fuerte no es la palabra, duro no soy”, se confiesa. Pero no encuentra una definición más precisa para justificar tanta bondad. “Ahora estamos más unidos como familia. Yo creo que sí, que soy un ejemplo de una familia feliz, pero la verdad es que no sé dónde está la clave”.

A fuerza de ahondar en la respuesta, José reconoce que ser de la ONCE aporta un plus adicional. “Imprime carácter, la ONCE es eso, estar con todos los más necesitados, cuando necesitan algo ahí están, es como si yo fuera una herramienta de la ONCE, sin querer buscarlo, ha surgido así, soy del árbol, una ramita de la ONCE”, afirma sonriente, como si hubiera encontrado por fin la respuesta a la pregunta. “La primera noche que llegaron nos dijeron que éramos sus ángeles de la guarda. Lo dijo el padre por teléfono. Gracias a Dios que ya estáis en casa con vuestros ángeles de la guarda, ya están mis hijos y mi mujer a salvo”.

Pero Rocío niega rotunda que los Jerez Serrano sean una familia de superhéroes. “Es más fácil de lo que parece, no de superhéroes, se trata de generosidad, es generosidad. Estamos en una sociedad egoísta, donde no nos donamos, y cuando experimentamos que con la donación se es más feliz, entonces es cuando quieres más, donas, y como la recompensa es la felicidad -por lo menos así lo vivimos nosotros-, te dan ganas de seguir donándote, porque la recompensa es más fuerte, es más grande. Lo que recibes es más fuerte de lo que das”, concluye. José la mira con dulzura. Ha llegado a las dos para comer y a las cinco se vuelve corriendo al punto de venta. En todo este tiempo, Gala, la gata, no le ha dejado un momento. Está embarazada.

No serán superhéroes. Pero se comportan como auténticos héroes.

| LUIS GRESA

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